Todos se limitaban al quererla, yo me resignaba sabiendo que no podría robarla. Pero levantaba suavemente la mano para no asustarla y ella me regalaba dulces besos etéreos. Tan fugaces que no los recordaba. Por más que lo intentara no conseguía memorizar su sabor, su olor ni su tacto: sólo me quedaba el deseo de volver a intentarlo, de conseguir llevarme un pedazo y dejarla siempre menguante.
Unos mancillaban su superficie sin saber que nunca conseguirían poseerla, quizá por ello yo me sabía victorioso del momento en el que ella giraba y con su cráter me miraba. Pensaba en regalársela: ella solía mirarla pero nunca trataba de llevársela. Ambos nos engañábamos. Ella no alzaba la mano pero cerraba suavemente los ojos sintiendo los delicados besos lunares que también a ella le daba, yo la acariciaba rodeando con los dedos su figura imaginando atraparla. Y después juntábamos nuestras manos sabedores de una pasión compartida que aumentaba con su figura creciente y nos tentaba cuando se mostraba llena en su ser. Brillando para todos sin alimentar nuestro egoísmo. Castigándonos con su ausencia por nuestro violento deseo.
De lo único de lo que nos permitíamos enorgullecernos era de aquellos besos lunares que ella nos otorgaba: sólo unos cuantos podíamos encarcelarlos, apropiarnos por unos segundos de ellos. Y por ello alzo mi mano al cielo y dejo que sus reflejos me iluminen, contando cada beso, cada mirada, cada recuerdo que en mí no perduraba. De doce horas que de ella nos separaban.
Hace tiempo que no leía una personificación tan bonita.
Vuelvo por estos mundos, querida.
¡Hostia, un blog!